
Cuatro consagrados directores norteamericanos
se encuentran hoy en notorio declive: Woody
Allen, Joel Coen, Martin Scorsese y Steven
Spielberg. Las últimas películas
de todos ellos distan mucho en calidad de
las que habían logrado en sus grandes
momentos, pese a que dos de ellos (Spielberg
y Scorsese) gozan hoy de presupuestos infinitamente
superiores. De todos modos, son todos grandes
artesanos y siempre es un placer, aunque
sea un placer menor, reencontrarse con ellos
en la sala de cine, como quien va a visitar
un viejo amigo.
Spielberg es quien menos ha flaqueado, en
parte porque siempre supo darle un muy buen
ritmo a sus narraciones. La terminal
es una película muy entretenida,
que se recomienda ver sencillamente porque
son dos horas de esparcimiento asegurado.
Nada se le puede reprochar desde el punto
de vista técnico al director, quien
hace un espectacular despliegue de sus conocimientos,
logrando algunos planos secuencia asombrosos,
y utilizando una considerable cantidad de
extras que caminan permanentemente en todas
direcciones.
La película también tiene
sus fallas. A los quisquillosos les puede
molestar la forma caricaturesca en que son
presentados algunos personajes, la poca
química que hay en la historia de
amor entre Tom Hanks y Catherine Zeta Jones,
y la excesiva edulcoración en algunas
escenas finales.
Pero hay dos momentos que rechinan particularmente.
El primero se da cuando Viktor Navorsky,
el protagonista, famélico, que habiendo
conseguido 75 centavos de dólar corre
desesperado a comprarse una hamburguesa
a Burger King. Inmediatamente, una vez que
consigue más dinero, vuelve a ir,
pero esta vez a comerse un combo entero,
y en su semiinfantil rostro se vislumbra
un placer dionisíaco al devorar vorazmente
su comida rápida.
Es perfectamente comprensible que en una
película se haga propaganda a los
spónsors, quienes cubren gran parte
de los costos de producción, y que
por lo tanto durante el metraje se vean
determinados logos de marcas conocidas,
pero pareciera que hoy en día no
basta con sólo mostrar la marca,
sino que además hay que señalarla
y remarcarla. En Náufrago,
en Yo, Robot, y en La
terminal la publicidad, señalada
explícitamente desde el guión,
ya raya la alevosía, aparte de entorpecer
la narración y de restarle credibilidad
a las situaciones.
El segundo punto rechinante surge cerca
del final. Viktor logró por fin escapar
de la terminal, y da un pequeño paseo
en un taxi por New York. Cuando por fin
es libre de volver a su país natal
el taxista le pregunta: "¿Adónde
desea ir?" Él, con mirada
extraviada y soñadora responde, demorándose
un poco, "a casa". Más
de la mitad de los espectadores seguramente
esperaban tan previsible respuesta. Es lógico
que se prevean los diálogos monosilábicos
de Stallone en Rambo III,
pero que un director de la talla de Spielberg
caiga en tan barato y pseudosentimental
lugar común es casi imperdonable.
Pero no es ni por lejos lo peor. La
terminal está disfrazada
de crítica al sistema cuando en realidad
funciona como algo diametralmente opuesto.
Los espectadores poco atentos considerarán
que Spielberg denuncia la burocracia, la
discriminación y el maltrato al extranjero
por parte de las autoridades aeroportuarias
de los Estados Unidos, como una secuela
de la paranoia posterior al 11 de setiembre.
Sin embargo Spielberg es un tipo que forma
parte del sistema norteamericano, y lo que
hace, tal vez sin darse cuenta, es defenderlo.
La terminal que expone
es un mundo imaginario que sólo puede
existir en la cabeza de Spielberg, y cualquier
punto de contacto que esta pueda tener con
la realidad es mera coincidencia.
Lo que la película nos muestra es
un país que acoge a los extranjeros
dándoles trabajo, (en la terminal
los empleados son de diversos puntos del
globo), y que si uno es paciente, pacífico,
respetuoso, sensible e inteligente como
Viktor Navorsky el sistema norteamericano
terminará, a la larga, por integrarlo.
La terminal está
a años luz de parecer kafkiana, más
bien parece extraída de un cuento
de hadas; no sólo es un lugar habitable,
sino que hasta a algún espectador
podría llegar a gustarle vivir allí,
y como se sabe, las traumáticas anécdotas
que personas de todo el mundo cuentan acerca
de los aeropuertos estadounidenses existentes
en la realidad erizan el pelo hasta al más
valiente.
Hace pocos años Ridley Scott, otro
gran artesano, dirigió La
caída del halcón negro,
una película bélica muy entretenida
e impresionante a nivel técnico que
en apariencia mostraba los horrores y desastres
de la guerra. Luego de una lectura atenta,
el mensaje implícito que surgía
era que si el gobierno de los Estados Unidos
invirtiera más dinero de defensa,
no morirían tantos soldados norteamericanos
en vano, y los daños serían
minimizados.
En el caso de La caída...
se justifica uno de los peores vicios del
gobierno norteamericano. La terminal
no es necesariamente una justificación
a las trabas que impone el gobierno a los
extranjeros, pero se las muestra hasta tal
punto atenuadas que uno puede llegar a sospechar
que el director quisiera disminuír
y acallar una problemática que aqueja
a diario a muchísima gente.
Spielberg está filmando una nueva
versión de La guerra de los
mundos de H. G. Welles, supuestamente
la nueva superproducción más
cara de la historia. Ojalá en este
caso el director no deje filtrar su ideología,
porque puede arruinar una historia por demás
maravillosa.
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