Apenas comenzó diciembre,
se empezó a sentir el aire navideño.
Los supermercados son decorados en forma
alusiva (vaya uno a saber si el dueño
festeja la Navidad o es un gesto para los
clientes). Las luces del arbolito titilan
a través de las cortinas de los balcones.
Los centros de ventas se llenan los bolsillos.
La música enternecedora lo hace sentir
a uno más bueno mientras hace sus
compras. La televisión desempolva
las típicas comedias navideñas
y el cine estrena alguna película
sobre la historia de Jesús.
Se da por
descontada por estas fechas, si se pertenece
al Cristianismo, una determinada conducta
en las personas. Se supone que debe reinar
la solidaridad y la alegría. Esto
realmente ocurre, aunque no en todos los
casos. Hay quienes sufren, entre otros motivos,
porque están solos o porque han perdido
a alguien muy querido, o no han logrado
ninguna de sus metas, o no tienen dinero
para cumplir con el consumo televisivamente
establecido. O tienen mucho dinero y entonces
se da el caso de que no desean festejarla
o les da lo mismo, porque ya no los conmueve
esta celebración.
"¡Feliz
Navidad! ¡Al diablo con vuestras felices
Navidades! ¿Qué es Navidad
sino el momento de pagar cuentas sin tener
el dinero necesario; el momento en que te
hallas un año más viejo y
no una hora más rico?"
Esto era lo único que le preocupaba
al viejo avaro Ebenezer Scrooge, el muy
conocido personaje de la clásica
historia de Charles Dickens, Canción
de Navidad (Un cuento de navidad con fantasmas).
Consideraba un tonto a su empleado porque
con el miserable sueldo que él le
pagaba igual festejaba la Navidad. Su aborrecimiento
de esta celebración vino a cambiar
solamente después de que lo visitaron
el fantasma de su socio muerto hacía
siete años y tres espíritus
navideños que lo hicieron escarbar
en su pasado y recordar que en una época
tuvo sentimientos. Además, el protagonista
es paseado por el presente, comprobando
que había gente que festejaba y estaba
contenta aunque no tenía dinero.
Cuando le muestran un futuro desastroso
comprende que puede hacer algo para cambiarlo,
empezando por su propia actitud.
El famoso
cuento de Dickens escrito en 1843 dio lugar
a numerosas adaptaciones para el cine, la
televisión e incluso la radio y los
dibujos animados. Probablemente una de las
versiones más populares sea la película
inglesa de 1951, Canción
de Navidad, dirigida por Brian
Desmond Hurst, y otra que la televisión
repite cada tanto, Los fantasmas
contraatacan (Richard Donner, 1988)
con una divertidísima actuación
de Bill Murray haciendo el papel de un director
televisivo interesado únicamente
por el trabajo y el dinero. Esta película
hace gala de un humor negro que permite
que, por ejemplo, un señor muera
de un ataque cuando el personaje de Murray
ordene cambiar la tierna presentación
navideña del cuento de Dickens por
una horripilante y cruel.
Este año
se acaba de estrenar en cine Santa
Cláusula III, de Michael
Lembeck (la continuación de la saga,
con un curioso Papá Noel), y El
nacimiento (The Nativity Story),
dirigida por la estadounidense Catherine
Hardwicke.
Si aquellos
que sí festejan la Navidad y cumplen
con los ritos de la celebración sienten
que ya no recuerdan por qué lo hacen,
pueden encontrar una respuesta en la película
de Hardwicke. Aquí se recrea la época
y se describen los meses previos al nacimiento
de Jesús hasta llegar al propio alumbramiento
anunciado por los tres magos. La obra es
muy fiel a La Biblia y
no pone en discusión ningún
aspecto ni sobre la concepción del
Niño como Hijo de Dios ni sobre María.
El Vaticano la eligió para exhibirla
en primer lugar como estreno mundial debido
a esa fidelidad. La historia fluye de manera
entretenida, creando una atmósfera
calma y cautivante. Contribuyen a darle
verosimilitud bíblica las buenas
actuaciones de la australiana Keisha Castle-Hughes,
como María, y del guatemalteco Oscar
Isaac, como José.
Esta obra
cinematográfica recuerda la sencillez
con que se debe relacionar a la Navidad,
puesto que Jesús nace en un establo
rodeado de pasto y corderos, y sus padres
estaban muy pobres. Alude al sacrificio,
al valor de las cosas simples y auténticas,
y a la fe cristiana.
Es el mismo espíritu
que mueve al joven pobre y entumecido de
frío que igualmente se atreve a cantar
una canción de Navidad a través
del ojo de la cerradura del inconmovible
Scrooge, y a pesar que este lo va a sacar
corriendo, le puede decir unas palabras,
que por estos días seguramente se
repitan, más o menos así,
en muchos hogares: "¡Que
Dios os otorgue felicidad y que nada os
apene en esta Navidad!"
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