
La nueva ola de terror asiático
se valió muchas veces de aparatos
electrónicos, de las nuevas tecnologías,
para desatar amenazas y sobresaltos que
a su vez tenían relación
con viejas leyendas o mitos urbanos. Esto
daba paso a espíritus vengativos
que hacían de las suyas en ciudades
modernas, en sociedades tecnificadas e
individualistas.
Godzilla también salió
de Japón, solo que hubo una remake
casi lamentable cuyo guión se tiró
a dormir una siesta larga, desaprovechando
varias cosas y dejando que los efectos
especiales y cierta destreza visual del
director alemán Roland Emmerich
hicieran todo el trabajo.
Cloverfield (2008), sin
embargo, le dio otra óptica al
asunto. Sin pretender ser un falso documental
sino una ficción declarada que
se narra desde la cámara de video
hogareña de uno de los integrantes
yuppies de una fiesta de despedida,
el director Matt Reeves apostó
por un monstruo que irrumpe súbitamente
desde las profundidades (es la hipótesis
más probable, con alguna incursión
científico-accidental de por medio),
que se lo va develando de a poco, y que
termina creando un verdadero caos en Manhattan,
probablemente en tono alegórico
también a lo que fueron los atentados
del 11 de setiembre de 2001 en Estados
Unidos.
A diferencia de cierto contenido sociológico
de la surcoreana The Host
(Bong Joon Ho, 2006), aquí hay
un tenso relato de supervivencia, de intensa
y permanente acción, algún
que otro sobresalto (es notable la secuencia
en las vías del subterráneo)
apenas la cámara sale de la fiesta,
con gente cuya única salida (quizás
momentánea) está en la evacuación
de la ciudad, ya que no hay escondite
que valga ni tampoco los militares parecen
poder con la criatura.
Por supuesto que hay algunos guiños
hacia los prejuicios y el materialismo
de una sociedad inmersa en el consumismo;
prender fuego a los vagabundos del subterráneo
parece ser un divertimento y robar electrodomésticos
es el objetivo primordial para algunos,
en lugar de correr por sus vidas. Pero
ante el ataque del monstruo ya no hay
objeto material que valga; todo queda
minimizado, y ese es otro de los aciertos
de la película: los habitantes
deberán ingeniárselas a
como dé lugar y como si estuvieran
en la prehistoria escapando de un T-Rex,
mientras que ese grupo de amigos quizás
nunca haya hablado con la sinceridad que
expresaban en esos horribles momentos
que tuvieron pasar ni probablemente jamás
haya estado tan unido como luego de esa
fiesta, donde todo era bastante superficial,
entre apariencias y hasta cierta hipocresía.
La parte sentimental es prácticamente
de telenovela barata, aunque los actores
cumplen un trabajo por demás correcto,
dándole bastante credibilidad a
las desesperadas situaciones de una película
que brilla más bien en lo referente
a efectos especiales (muy bien hechos
y bastante mesurados, por cierto) y en
la parte de sonido.
Es muy valioso también el hecho
de que estas observaciones como a la pasada
vengan de cineastas norteamericanos y
cuyo contexto sea su propia casa, a diferencia
de aquella gran sátira (que cada
vez cobra más valor con el paso
de los años) hecha por el holandés
Paul Verhoeven en Invasión
(1997), solo que en este caso la acción
se daba en un planeta lejano donde vivían
criaturas peligrosas que eran invadidas
en su hábitat por un ejército
netamente fascista, y el centro del asunto
no era la gente sino los soldados, que
aprovecharon un malentendido para arrasar
con el enemigo.
Pero Verhoeven tomó el libro de
Heinlein (Tropas del espacio)
para ironizar sobre el heroísmo,
el patriotismo y la propaganda como pocos
directores se han atrevido en los últimos
años dentro del cine norteamericano,
en lugar de exaltar la valentía
del soldado, tan cuestionada en el libro
del fallecido escritor. Obviamente, libro
y película fueron obras muy distintas.
Y esta Cloverfield fue
bastante tímida desde lo que pudo
haber sido su libreto respecto a satirizar
sobre la sociedad estadounidense (incluso
los marines aquí aparecen mucho
más flexibles), pero igual se digna
de ser una más que aceptable película
de monstruos.