
Título original: There
Will Be Blood
País y año de producción:
Estados Unidos, 2007
Dirección: Paul
Thomas Anderson
Guión: PTA, basado
en la novela de Upton Sinclair
Con: Daniel Day-Lewis,
Paul Dano, Ciarán Hinds, Kevin
J. O'Connor, Dillon Freasier
Duración: 158
minutos
Calificación:
No determinada a la fecha de estreno (en
Brasil: No apta para menores de 14)
Género: Drama
Sitio Web: http://www.paramountvantage.com/blood/
Reseña argumental:
Ambientada en el boom del petróleo
en la frontera de California a principios
del siglo XX, la historia relata el éxito
de Daniel Plainview, que pasa de ser un
minero extremadamente pobre, que cría
a su hijo sin ninguna ayuda, a convertirse
en un magnate del petróleo hecho
a sí mismo. Gracias a un misterioso
soplo, Plainview descubre la existencia
de un mar de petróleo bajo la tierra
de un pequeño pueblo del oeste,
y se lleva a su hijo, H.W., a probar suerte
en el polvoriento Little Boston. Y es
este pueblo perdido, en el que la única
diversión gira en torno a la Iglesia
Pentecostalista del carismático
pastor Eli Sunday, donde Plainview y H.W.
van a dar el golpe de sus vidas. Pero
a medida que el petróleo les va
haciendo cada vez más ricos, los
conflictos van apareciendo: la corrupción,
la mentira y las ingentes cantidades de
petróleo pondrán en serio
peligro valores humanos como el amor,
la esperanza, la solidaridad, la confianza,
la ambición e incluso el vínculo
entre padre e hijo.
El realizador norteamericano Paul Thomas
Anderson había dirigido los films
Juegos de placer (1997),
Magnolia (1999) y Embriagado
de amor (2002).
UN GRAN DESAFÍO
Cuando un film deja las fronteras de la
curiosidad y, llevado por un aura de misterio,
anida en nuestra mente, es cuando se convierte
en un desafío. En el mundo del
comercio actual, ese momento también
parece coincidir con alarmas que comienzan
a sonar en algunas cabezas y críticas
que se mezclan y difuminan. En una película
como Petróleo sangriento,
que no es ni espiritual ni política
pero que recrea los líderes religiosos
y capitalistas de una nación, es
considerablemente sugerente apreciar que
todo el apoyo que la crítica estadounidense
ha estado aportando se ha quedado en ensalzar
la interpretación del actor principal,
para luego restarle importancia al tema
y a la forma del material, insinuando
que el director Paul Thomas Anderson puede
estar excediéndose en sus intenciones.
Ambos posiciones me parecieron un tanto
erradas. Primero porque parece haber cierta
amnesia al enloquecerse en demasía
con la interpretación de Daniel
Day-Lewis posando como este magnate petrolero,
uno realmente enloquecido por el dinero
y el poder. El magnetismo que irradia
su figura a lo largo del film no puede
disminuir bajo ningún estándar
(y no lo hace), pero no encontré
a casi ningún crítico (el
Village Voice fue uno) que pareciera
recordar que parte de este personaje tiene
su gestación en Pandillas
de Nueva York (Martin Scorsese,
2002).
Más disparatadas aún son
las insinuaciones que aminoran las aspiraciones
del film, argumentando que se trata de
un viaje del ego del director o de un
intento fama enmascarada al adaptar sólo
el comienzo de la novela de Upton Sinclair,
Oil!. Quejarse de implicancias
económicas, sociales, culturales
o aquellas que puedan adquirir la grandeza
de estar hablando o mostrando algo (importante
o no), esconden el rechazo y enmascaran
la (cada vez más usual y fatídica)
pregunta, ¿por qué no hizo
algo más comercial? A mi entender,
estas ideas sólo encubren el miedo
a no obtener respuestas, el miedo a ver
desplegadas frente a nosotros las dudas
que el cineasta nos genera con su pantalla:
cuestiones que resultan, según
mi criterio, infinitamente más
atrayentes.
Y ahí está la historia.
Esta es la historia de un magnate del
petróleo que comienza como minero,
un hombre que supura avaricia y codicia
como método de controlar el mundo;
un ser que, para bien o para mal, ha estado
siendo celebrado en la historia de la
humanidad como uno de nuestros líderes.
Personaje tal necesita de alguien con
quien medir su temple, por lo que se cruza
en el camino con otro de nuestros líderes,
uno de corte espiritual: un predicador
algo fundamentalista.
La idea de tener en la pantalla la colisión
de dos de las fuerzas más interesantes
de la historia de la humanidad es, de
hecho, muy interesante. Juzgando por la
críticas que he estado leyendo,
lo significativo es el reparo ante lo
que se muestra y ese sentimiento de amenaza
ante la idea de control y controlado,
ese algo que parece nublarnos el criterio
como seres pensantes. Creo que parte de
la fuerza de Petróleo...
es que nos devuelve el reflejo que tenemos
de nuestros líderes. Es una invitación,
y una con bastante pretensión por
cierto, que nos lleva a hundirnos en un
mundo que por normal, nos pasa casi desapercibido.
PTA ha manifestado en entrevistas que
uno de los film que tenía en mente
durante el rodaje era El tesoro
de la Sierra Madre (1948). La
codicia por el oro que desequilibraba
a los protagonistas (Humphrey Bogart,
Tim Holt y Walter Huston) era moldeada
como una intriga por el maestro John Huston,
y Anderson roba parte de esa atmósfera,
haciendo rozar su film con otro de terror
(he de confesar haber sentido algo de
miedo). Desde luego, otras intersecciones
en la ruta son las coordenadas de control,
poder y ese asilamiento algo misógino
(casi no hay mujeres) de El ciudadano
(Orson Welles, 1941) o Gigante
(George Stevens, 1956), y referentes de
un estilo más contemporáneo
como Terrence Malick y Robert Altman,
uno de los mentores de Anderson y a quien
se dedica este film. Sin embargo los temas
de avaricia, fe en Dios, competencia,
petróleo, dinero y familia, adquieren
un nuevo significado que no recuerdo haber
visto en ninguno de los ejemplos anteriores
por separado: una componente social más
arraigado en algún film soviético
de Eiseinstein. ¿Suena demasiado
excéntrico? No se ha de olvidar
que las novelas de Sinclair exudan una
impronta más política que
narrativa, y que el nombre del autor aparece
mezclado en las andanzas del maestro ruso
durante la filmación de ¡Que
viva Méjico! (1979).
Pero esto no es un manifiesto sino una
película. La forma del cineasta
para tratar su material varía con
respecto a sus trabajos anteriores. Si
bien el juego con los actores y la estructura
compleja ya se encontraban en Juegos
de placer (1997) y en Magnolia
(1999), e incluso cierta destreza para
la comedia como en Embriagado
de amor (2002) aflora de a ratos,
Anderson parece haber estado investigando
con los estilos cinematográficos,
reservando para Petróleo...
una cámara que altera sus velocidades
según la ocasión, una lente
que observa de lejos y de cerca a sus
personajes, una imagen que puede escarbar
en un rostro o descansarse sobre un paisaje.
Sin embargo, ninguno de estos recursos
es el todo de la estructura narrativa
sino sólo un efecto. En una historia
ubicada a principios del siglo pasado,
que coincide (no incidentalmente) con
la creación del cine como forma
de expresión y comunicación,
la experimentación de los recursos
de la lente pasa a ser el tema de la imagen.
En el comienzo el foco parece ubicarse
en Daniel Plainview (Day-Lewis), en su
fuero interno tratando de conquistar el
mundo que lo rodea. Es por esto que los
primeros diez o quince minutos de duración
acontecen sin que casi ninguna palabra
se escuche: un juego físico que
diseña un alma en brote, un juego
de silencio para el comienzo del cine
(el mudo, desde luego). La ausencia de
palabras se repliega y se reestructurar
sobre sí misma, cambiando con el
discurrir de la narración al incorporar
personajes y situaciones (que casi no
vale la pena contar para no estropear
nada al espectador), y arribando a un
final abarrotado de diálogo, en
donde las dos fuerzas se mesuran a sí
mismas.
El concepto de ascensión o descenso,
ya sea al cielo o al infierno, nunca aborda
a una revelación integral a la
manera que lo haría cualquier otro
film. Quizá lo más cercano
a una condena que se pueda apreciar sean
detalles, aquellos que resultan extraños
en la trama y que pasan casi desapercibidos
(la chica golpeada, el origen del hijo,
los hermanos mellizos). Y quizá
por esto mismo sea que el film resulte
algo distante al trasformar sus dos fuerzas,
las dos almas humanas que hay en Plainview
y en el pastor Eli Sunday (Paul Dano),
en abstracciones. En el esquema nos ubicamos
como espectadores, más lejos o
más cerca de cada una de esta dos
fuerzas. Como seres humanos podemos compartir
estas creencias. O no.
Con Anderson la técnica nunca
es abstracta (un error que encontré
en Expiación, deseo y pecado)
y aquí hay espacio para la apreciación.
La dirección de arte de Jack Fisk
recrea el pasaje en el tiempo, mientras
el dinero moldea la tierra. La cámara,
en manos de Robert Elswit, nos lleva desde
los brillos y las luces del comienzo hasta
el anochecer en el ocaso final, pasando
por los bramidos del fuego. La música
de Jonny Greenwood, uno de los integrantes
del grupo Radiohead, se mantiene agazapada
a la espera de envolvernos con su siniestra
sugestión. El uso de actores también
es un fuerte del cineasta, y aún
cuando este show lleva la marca de Day-Lewis,
existen sitios delimitados para el personaje
del hijo (Dillon Freasier), el hermano
(Kevin J. O´Connor) y, más
grandilocuentemente, para Dano (quien
ya trabajó con Day-Lewis en La
balada de Jack y Rose).
Aun habiendo querido que el film hurgara
más entre las ramificaciones que
los dos vetas (igual de fundamentalistas
una que otra) tienen sobre los seres humanos,
adoré enfrentarme a un film adulto
en su trama y adictivo por su hechura.
Las opciones de un cineasta al convertirse
en adulto parecen cada vez menos cuestionables,
sobre todo al montar un show y un desafío
de tal intensidad.
NOMINACIONES AL
OSCAR: Mejor película, Mejor director,
Mejor actor principal, Mejor guión
adaptado, Mejor fotografía, Mejor
dirección de arte, Mejor montaje,
Mejor edición de sonido.