El realizador alemán Wolfgang Becker
ha declarado que el suyo no es un film sobre
la caída del muro de Berlín
y la reunificación alemana. Pero
más allá de los propósitos
expuestos por el realizador y coguionista
(conjuntamente con Bern Lightenberg) se
halla la sugerente lectura de este título
más interesante que logrado.
Todo se inicia poco antes de la caída
del muro de Berlín, cuando Christiane,
una comunista militante, madre cincuentona
y separada de su marido, ampliamente condecorada
por las autoridades de la RDA (República
Democrática Alemana) cae en estado
de coma, recuperándose cuando ya
la Alemania comunista es un fantasma cuya
desaparición lamentan unicamente
las figuras de la "nomenklatura".
Para evitar un colapso cardíaco a
Christiane, su hijo le oculta las vertiginosas
transformaciones sociales, políticas
y económicas del país, recreando
un mundo artificial en su departamento.
La mujer verá (video mediante) viejas
emisiones de la televisión comunista,
y recibirá a niños pioneros
y viejos camaradas, todos ellos parte de
una comedia urdida por el hijo. Así,
su mundo, ese universo del socialismo real
que había sido la razón de
la existencia, permanece inmutable.
Becker inicia un juego de alusiones que
habrá de continuarse a lo largo del
metraje. Referencias de carácter
histórico y también cinematográfico,
con especial remisión a un par de
maestros de la comedia: Ernst Lubitsch y
su alumno Billy Wilder.
En el plano histórico, ese universo
artificial creado en torno a la mujer, nos
remite a Lenin y sus últimos meses
de vida, cuando se le imprimían ejemplares
únicos de "Pravda" facilitándole
una imagen idílica de la Unión
Soviética. Con ello el film arroja
sus primeros y ácidos dardos sobre
un sistema donde predomina la voluntad del
dirigente, al que se complace por sobre
una realidad dura y poco halagüeña.
Y en lo cinematográfico, Becker sin
poseer el mágico toque Lubitsch como
tampoco la impronta de su sucesor Billy
Wilder, acude con acierto a elementos presentes
en las sátiras políticas de
estos.
Christiane, que acentuando en su parodia
está interpretada por Katrin Sass,
actríz de la Alemania del Este, es
a su modo una "Ninotchka" (Lubitsch,
1939) en cuyo fuero más íntimo
predomina la mujer sensible por sobre la
dureza oficial de la dirigente política.
Y es en los tramos finales de Adiós
a Lenin (Good bye, Lenin, 2003)
donde emerge con vigor esa dualidad de conductas
conformadora del perfil humano y acaso tierno
del personaje. A su vez, la visión
de los gobernantes, reconstruida fundamentalmente
mediante el uso de antiguos noticiarios,
asume un sesgo crítico e irónico,
pues el viejo discurso se autodestruye a
la luz de los hechos, un recurso que viéramos
en el Lubitsch de Ser o no ser
(To be or not to be, 1942).
Sin embargo Wolfgang Becker no se conforma
con el enjuiciamiento del mundo comunista.
También admite una mirada crítica
hacia el consumismo que le sustituye, si
bien salvaguarda las ventajas de la pluralidad
ideológica (una inequívoca
reminiscencia de la wilderiana Uno,
dos, tres - One, Two, Three, 1961).
Para la realización, la doctrina
comunista fue aceptada por los germanos
del este como credo cuasi religioso -acaso
una referencia indirecta también
sobre su pasado nazi- lo cual queda patentizado
en la estatua de Lenin que transportada
por un helicóptero parece ofrecer
su postrera bendición a una sociedad
en plena crisis. Una paráfrasis del
Cristo que sobrevuela Roma en La
dolce vita (1960) de Federico Fellini.
Esta comedia, concebida con chispeante ritmo
de vodevil aunque carente de la sutileza,
"del toque Lubitsch" que la hubiese
elevado a niveles mayores, no rehuye su
costado dramático. Ya que Christiane,
como la Gloria Swanson de El ocaso
de una vida (Sunset Boulevard,
1950) de Wilder, es prisionera de un mundo
pretérito que ya no existe pero que
era el único en el cual hallaba fórmulas
que le permitieran eludir sus fantasmas
interiores y convertirse en heroína
de multitudes.
Becker manifestó que no fue su propósito
establecer la comparación entre la
aceptación del nazismo y el comunismo
por parte del pueblo alemán, si bien
esta es una polémica de real existencia.
Ante este cúmulo de indirectas referencias,
el detonante de la historia: el deseo de
un hijo de no trastornar la existencia de
su madre para salvaguardar su salud, luce
como un pretexto válido pero indudablemente
menor.
Adiós a Lenin no
es un gran film ni lo pretende, aunque es
una efectiva comedia de sostenido ritmo.
En manos de un Lubitsch o Wilder seguramente
hubiera dado una obra memorable. Indudablemente
es un válido testimonio de nuestro
tiempo construido sobre un andamiaje de
efectivo y vodevilesco humor.
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