Babel, El laberinto
del fauno, y Niños del Hombre
TERCETO MEJICANO
FANTÁSTICO
Parece haber
cierta coincidencia ideológica entre
Babel, El laberinto
del fauno y Niños
del Hombre. Las tres películas
también comparten el hecho de que
sus realizadores son de origen mejicano
- Alejandro González Iñárritu,
Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón,
respectivamente- y el no haber filmado en
su país de origen. O casi. No es
asombroso que las tres estén ubicadas
en el circuito comercial gracias al apoyo
que reciben de las distribuidoras anglosajonas
- Paramount Vantage, Warner Bros. y Universal,
respectivamente-, ni que dicho apoyo se
esté reflejando en las monstruosas
campañas publicitarias ni en los
similares galardones que han estado juntando
(Globos de Oro, Goyas) o juntarán
-siete, seis y tres nominaciones para el
Oscar, respectivamente. Quizá esto
último explique algunas de las coincidencias.
Pero dejando de lado los complicados mecanismos
de distribución, lo interesante es
constatar las similitudes temáticas
y los enfoques detrás de las ideas,
en especial en su intento por examinar las
particularidades del comportamiento humano
frente a situaciones límites (la
incomunicación, la guerra, la extinción
de la raza humana), haciendo hincapié
en una de sus ramificaciones más
directas, dígase la violencia como
pandemia social. Aún más interesante
parece ser que las dos películas
que viajan en el tiempo, ya sea hacia el
pasado (El laberinto...)
o hacia un futuro no muy lejano (Niños...),
tienen más que decir sobre el violento
mundo que habitamos (o el que creemos habitar)
que el largometraje que opta por una geografía
definidamente contemporánea (Babel).

El laberinto del fauno
Creo que el mérito de una película
como El laberinto del fauno
ha de hallarse en la capacidad de ceñirse
a su tema por medio de una forma definida
-una cualidad que no pude ver en Babel.
El director Guillermo del Toro centra su
relato en la España franquista de
1944 (rodó en España) junto
a Ofelia (Ivana Banquero), una niña
que viaja a los bosques norteños
con su madre embarazada (Ariadna Gil) a
encontrase con su padrastro (Sergi López),
un militar en pos de eliminar la menguante
resistencia de guerrilleros en la zona.
Con una premisa que separa el mundo terrenal
de un reino de hadas, aquel que la niña
construye en su imaginación, del
Toro narra su fantasía para arribar
a su realidad, a su film. Las referencias
formales más claras son los cuentos
infantiles (desde Dickens hasta Anderson,
pasando por Carroll y los hermanos Grimm,
o fábulas cinematográficas
como El mago de Oz), pero
hay una intención de reformular la
idea principal del laberinto como un callejón
cerrado, aquella que refiere a la confusión
y al caos como gestoras de la violencia
Humana, hasta clarificar su noción
de tránsito: la idea del crecimiento
de Ofelia (y de todos nosotros) al tomar
las decisiones correctas. Es aquí
cuando la diferencia entre fantasía
y realidad, entre exterior e interior se
desvanece, para dejar paso a la noción
de igualdad: un mundo que es lo suficientemente
complejo para desdoblarse en dos.
El
laberinto... resulta una historia
sencilla en su lectura de dichos mundos,
aún cuando parte del logro radique
en el impacto dramático del conjunto.
Por más religiosa que haya sido la
infancia del cineasta en Méjico,
aquí se revela como un agnóstico
en el tratamiento místico del drama.
La Biblia puede ser un
cuento de hadas, y este cuento nos habla
de caras talladas en piedra, de hadas disfrazadas
como mantis, de un extraño guardián
con ojos en las manos y de un sapo gigante.
De hecho, cualquier interpretación
de la figura del fauno (Doug Jones), un
hipnótico ser que tiene más
de la personificación que hace Matthew
Barney en su ciclo Creamaster que el fauno
en la primer entrega de Narnia (The
Chronicles of Narnia: the Lion, the Witch
and the Wardrobe. Dir: Andrew Adamson,
2005), ha de leerse en su versión
más pagana y no como insinuación
de la fusión entre la iglesia española
y el franquismo. En cambio sí se
puede observar la otra mitología
que el propio director ha logrado descubrir
en incursiones anteriores: los vampiros
de Cronos (1993) y de Blade
II (2002), las cucarachas gigantes
de Mimic (1997), la criatura
infernal llamada Hellboy
(2004), o el fantasma en El espinazo
del diablo (2001), la historia
más cercana en tema a El
laberinto.... Especimenes y deidades
que se entroncan con algo más popular
(cultura pop, si se quiere) del cine, un
acercamiento dramático al entretenimiento
de masas que se puede rastrear en George
A. Romero, Roger Corman o James Whale, y
que del Toro entrega en su película
con rigor y mesura.
Babel
En contraste, es una paradoja que Babel
intente un acercamiento dramático
al tópico de la incomunicación
entre los seres humanos y su consecuente
aislacionismo: la incongruencia surge al
saber que estamos hablando de un film distribuido
por Hollywood (aunque su producción
haya sido financiada, en parte, por mejicanos),
la fábrica de entretenimiento de
masas de la nación más aislacionista
sobre la faz de la Tierra. Ya el año
anterior la incomunicación interracial
como fase gestora de un comportamiento violento
y racista era la entrelínea de la
ganadora del premio Oscar como mejor película
del año, Vidas Cruzadas
(Crash, 2005). Babel no
sólo intenta refrescar el tema con
una visión más "satelital",
sino que reutiliza la estructura episódica
del film que dirigiera Paul Haggis, aquella
que interconecta diversos relatos en el
tiempo. Esto dista de ser una innovación
ya que hay una enorme lista de dónde
escoger (Ciudad de ángeles,
Magnolia, Grand
Canyon), sin contar con que el
propio cineasta había hecho uso de
dicho recurso narrativo en 21 gramos
(2003) y Amores perros
(2000). Babel calca dicha
estructura, repite las coincidencias que
desacomodaban a Vidas Cruzadas,
y reduce a cuatro el número de historias
que Haggis trataba de abarcar: la de una
pareja de turistas norteamericanos (Brad
Pitt, Cate Blanchett) en Marruecos, debatiéndose
entre la vida y la muerte cuando la esposa
es herida de bala; la de los dos muchachos
marroquíes (Said Tarchani, Boubker
Ait El Caid) portadores del rifle involucrado;
la de los hijos de la pareja (Elle Fanning,
Nathan Gamble), quienes viajan a Méjico
junto a su niñera (Adriana Barraza);
y la de una chica muda (Rinko Kikuchi) y
su padre, indagado por la policía
como legítimo dueño del rifle,
viviendo en el Japón contemporáneo.
La metáfora
religiosa de la torre multicultural cobra
forma en la mezcla de rostros, paisajes
y lenguas, en tanto que los recursos escénicos
atraen: sonidos y música contextual,
colores estridentes o lustrosos según
la ocasión (la fotografía
es de Rodrigo Prieto), varios primeros planos,
cámara en mano y montaje frenético.
Existe un nexo referencial en las noticias
emitidas por televisión para amalgamar
las historias, aparentemente inconexas,
posicionando al espectador de este aluvión
geográfico en su calidad de espectador.
¿Pero con qué objeto? Informarnos
sobre lo complejo del mundo que habitamos,
lo irracional de nuestro terror o comportamiento
violento, lo aislados que nos encontramos
de las personas que tenemos más cerca;
decir algo sobre la brutalidad de las fuerzas
policíacas (en Estados Unidos o en
Marruecos), sobre la soledad (la chica muda)
o la culpa (el hijo muerto, al igual que
en 21 gramos); sobre lo
diferentes que somos o lo mucho que nos
parecemos. En realidad éste es el
problema con Babel: hablar
sobre la diversidad del mundo por medio
del cine, el arte más universal del
pasado siglo, es una incoherencia en sí
misma. Quizás el cine no es todo
lo diverso que debiera ser, o al menos no
lo parece cuando la diferencia es delineada
como una realidad de precisión tal,
que termina pareciendo única, sin
indeterminación; o cuando el producto
demarcador es una película que se
piensa exhibir en casi todos los países
del mundo. Este no es el lenguaje de la
diversidad, este es el lenguaje de una globalización
predadora algo fantasiosa.
Y si ese
es el caso, hay otras crónicas más
eficaces: El mundo (Shijie,
2004) del director Jia Zhang-ke es un estudio
sobre la globalización mucho más
seductor que el film de Iñárritu
porque omite la delimitación y sencillamente
construye una fantasía, una mentira/verdad
más actual que la propia realidad.
(Sus personajes son más numerosos
que los de Babel y trabajan
en un parque estilo Disney World en que
se exhiben reproducciones de atracciones
turísticas de todo el mundo.)
Habiendo dicho esto, se deben puntuar ciertas
atmósferas logradas, tal vez debido
a que la extranjería y la "diversidad"
del realizador y su guionista, Guillermo
Arriaga (Los tres entierros de Melquíades
Estrada, ambas colaboraciones posteriores
con Iñárritu), no estaban
siendo puestas a prueba. Así, el
tramo que realmente funciona es el que transcurre
en su país de origen, Méjico.
Las secuencias del casamiento exudan autenticidad
al capturar el colorido, la animación
y la musicalidad del momento, en contraste
al ojo foráneo y turístico
de la visión de un Marruecos arenoso
y un Tokio de neón. Tal vez este
neón sea el que logre hipnotizar
al espectador con la historia de soledad
de la chica muda -en particular en la secuencia
del club en que se prescinde del sonido
alternativamente-, o quizá la aridez
del desierto sea un comentario sobre las
condiciones precarias de los campesinos
marroquíes. Pero para ver eso no
se necesita ir al cine; la televisión
es más apropiada cuando se busca
exhibicionismo.

Niños del Hombre
Alfonso Cuarón también hace
uso de la televisión en su película
Niños del Hombre.
En una de las primeras secuencias vemos
un bar de Londres atestado de espectadores
(el luto es un equivalente sociocultural
al entierro de la princesa Diana) asistiendo
a la transmisión de la muerte de
la persona más joven sobre la Tierra:
un muchacho de aproximadamente 18 años.
La infertilidad de la especie humana en
el año 2027 y su consecuente extinción
quedan establecidas sin preámbulos:
esto es el final del mundo como lo conocemos
y, pero aún, esto es un espectáculo
digno de nuestra atención.
Desde luego
que el único espectáculo aquí
es la película en sí misma
y su visión apocalíptica del
futuro, pero es en la raíz de esa
visión en que se encuentra la verdad
de lo que conocemos como Tierra. Es más,
Cuarón no parece estar proponiendo
la imagen de un futuro lejano con la matriz
de películas como Blade Runner
(Ridley Scott, 1982) o Brazil
(Terry Gilliam, 1985): él está
diciendo que ya estamos dentro. Los elementos
referenciales son demasiado conocidos para
ser ignorados y, desde que funcionan como
parámetros culturales y no como accesorios
decorativos de un tiempo inexistente, trabajan
en la idea de sorprendernos; o mejor dicho,
si nos sorprenden es porque sentimos su
cercanía. Vallas que separan a la
población en ghettos y persecución
de inmigrantes (¿Estados Unidos acaso?),
manifestaciones protestantes (grupos ambientalistas),
desechos contaminantes en cauces de agua
(que el espectador elija), animales muertos
en el medio del campo (gripe aviar), drogas
legalizadas para suicidarse (tabaco, alcohol),
explosiones en medio de la ciudad, violencia
y abuso policial, racismo, exclusión
social, dictadura o democracia (que el espectador
elija). El hecho de que Inglaterra sea (en
parte) un paraíso dentro de un mundo
infectado por desigualdades sociales sólo
sirve para recalcar que varias de estas
atrocidades son escalofriantes y, peor aún,
históricamente imperecederas. Así,
en el final, sentí que se me había
contado una fantasía: una posibilidad
palpable dentro de una irrealidad existente.
Esta es la realidad. O al menos la reproducida
por la televisión en nuestro mundo
mediático de paranoia colectiva y
falacias de gobiernos ineptos.
Para respaldar
argumento tal, Cuarón y su guionista,
Timothy J. Sexton [1], cuentan con varias
ideas cinemáticas y narrativas. Entre
las primeras se ubica un plagio esporádico
al cine de ciencia-ficción. Pude
ver en Theo (Clive Owen) al Harrison Ford
de Blade Runner, con toda
su desgana y tristeza corporal, pero eliminado
la condescendencia que Scott le tenía
a su héroe de policial noir. Sospecho
que esto sucede porque Cuarón no
está interesado en tener a un héroe
ya que la dimensión de su film recae
en el colectivo social, una narración
con impronta colectiva. Lo que nos deja
en el segundo referente que creo haber visto:
el Jonathan Price de Brazil.
Gilliam y su guionista Tom Stoppard idearon
un antihéroe con ribetes de una pesadilla
de Kafka: un habitante del alienante mundo
de la burocracia. En algún lugar
entre medio de estos dos ejemplos de cinematografía
fantástica Owen interpreta a un ex
rebelde burocratizado, uno que contrasta
con el optimismo o la decadencia de algunos
de los personajes secundarios, ya sea el
hippie exiliado en el campo (Michael Caine)
al cuidado de una esposa casi muerta, o
el coleccionista de arte (Danny Huston),
metafóricamente resistiendo con el
Guernica de Picasso en su comedor y encerrado
en su torre de seguridad junto a un ser
que vive en otra frecuencia.
La misión
de salvar a Kees (Claire Hope Ashitey),
la única mujer embarazada del planeta,
es liderada por la ex esposa de Theo, Julian
(Julianne Moore). Al igual que la pareja
en Babel ellos también
han perdido un hijo, y el cineasta los reúne
a todos en la acción, evitando de
lleno los primeros planos. Esta opción
busca resaltar el ambiente en lugar de los
personajes, redondeando la idea con tomas
largas sin editar, al menos dos que yo recuerde.
La primera
es cuando deciden ocultar a Kees en una
granja para protegerla y, en el medio de
la ruta, deben escapar de un grupo de rebeldes
que atacan el vehículo. La cámara
se encuentra en el interior de la camioneta
y se mantiene en ese lugar, gira varias
veces sobre sí misma, se mueve con
furia pero sin cortar hasta que la acción
termina. La segunda secuencia es cerca del
final. Theo ha a rescatar a Kees entrando
en un edificio que está siendo bombardeado.
El virtuosismo del conjunto no yace en la
credibilidad de la secuencia que, de alguna
forma, parece abortada en su veracidad:
en el comienzo pequeñas gotas de
sangre impactan en la lente, lo que sirve
para traer al espectador a la realidad.
Esto es algo filmado y, por más virtuosismo,
no es verdad. Cuarón nos coloca en
el incómodo lugar de espectadores
de nuestra propia naturaleza violenta, pero
los casi siete minutos (creo) de secuencia
brillan por la ironía del mensaje
final.
Quizá
hablar de "ideas narrativas" sea
excesivo ya que hay una que trabaja mejor
que todas: el ocultismo. Cuarón le
oculta al espectador el origen de la infertilidad
y la única posible solución
conocida como "El Proyecto Humano".
La metáfora de la extinción
es una premisa y su salvación es
el corolario, pero no se incluyen. Algunos
pueden hablar de baches en la trama, otros
de desinterés. Prefiero pensar en
economía en contraposición
a una exposición inabarcable de razones
y motivos. Es una opción que dentro
el cine mercantilizado de hoy puede ser
vista como refinamiento pero que, en cualquier
caso, facilita la participación del
espectador sacándolo de su rol pasivo.
Varios críticos estadounidenses han
puntuado una similitud de anécdota
entre El laberinto... y
El espíritu de la colmena
de Víctor Erice, sobre todo en el
acercamiento de la historia a través
de una mirada infantil, pero el cine español
ha tratado numerosas veces el tema del franquismo
desde esta misma óptica como para
ceñirse a una sola cita cinematográfica.
Yo pude ver en el juego de violencia sicológica
entre la inocencia de Ofelia y la figura
paterna dominante (el gesto con que López
recibe a las mujeres a su llegada explica
esto perfectamente) trazos de Cría
cuervos (1975). Sin embargo, del
Toro difiere en la articulación de
Carlos Saura en donde la tragedia es acompasada
con el drama; en El laberinto...,
así como sucedía en El
espinazo..., la tragedia de la
inocencia perdida se mantiene latente y
no se desenvuelve hasta la culminación
misma del drama -sino todas las tragedias
(la del rebelde capturado, la de la madre),
al menos la de la protagonista.
Una cualidad
que comparte del Toro con Cuarón
(además de su nacionalidad y de que
el segundo es productor del primero) es
la preferencia por trabajar a través
de una mirada inocente -bajo su lente, hasta
Hellboy terminaba pareciendo
un niño huérfano e indefenso.
He visto hasta la fecha sólo cuatro
largometrajes dirigidos por Cuarón:
La princesita (A Little
Princess, 1995), Grandes esperanzas
(Great Expectations, 1998), Y tu
mamá también (2001)
y Harry Potter y el prisionero de
Azkaban (2004). Si bien todas tratan,
en mayor o menor grado, el tema de la inocencia,
el acercamiento a cada una parece disímil
a lo expuesto en Niños....
En cualquier caso estaríamos hablando,
al igual que con del Toro, de la versatilidad
de un artesano. Pero sí hay ciertos
detalles a tener en cuenta.
En el primer
y en el cuarto ejemplo, hay un héroe
bien definido dentro de un contexto social
mayor que, coincidentemente, en ambos casos
es un colegio. También existen similitudes
al difuminar el límite entre la realidad
y la fantasía. La diferencia yace
en que La princesita crea
un mundo de ilusión como escape de
la realidad (un estupendo trabajo de dirección
de arte de Bo Welch), mientras que en Potter
el mundo de realidad cohabita con la fantasía.
En Niños... la figura
del héroe funciona como una directriz
en la anécdota, mientras la fantasía
se extingue bajo la proximidad del entorno
contemporáneo.
Del segundo
y tercer ejemplo puedo sacar mucho menos
en limpio, excepto que luego de pensarlo
hay cierta similitud en un enfoque desinhibidamente
sexual, tanto de los dos protagonistas (Ewan
McGregor y Gwyneth Paltrow) del clásico
de Dickens como del trío en la road
movie Y tu mamá también.
La única alusión sexual en
todo Niños..., aquella
con trazas místicas (la Virgen),
es la que circunda en derredor del personaje
de Kees y su embarazo. De hecho hay un ejemplo
específico. Al descubrir el embarazo
por vez primera en un granero, Cuarón
dispone un encuadre de su protagonista delicadamente
extrapolado de una pintura renacentista
de Leonardo o Rafael: una Madonna tra le
mucche.
Por convencional
que suene dicha imagen, éste es el
elemento esencial: la idea que aporta Cuarón
al descubrir pequeños detalles de
belleza y esperanza en un mundo cerca del
fin. No estoy seguro con qué parte
del libro de P.D. James el film se queda,
pero en el contexto de un Reino Unido casi
fascista (más que en la película
de del Toro) repleto de refugiados ilegales,
la historia se desenvuelve hacia la esperanza.
Este optimismo puede ser una convención,
pero el director y su equipo tienen espacio
para lograrlo. El departamento de arte (Jim
Clay, Geoffrey Kirkland) se aleja de esa
visión demasiado futurista de Blade
Runner, proponiendo estructuras
decadentes pero conocidas, y detalles mínimos
de avance tecnológico (casi todos
aludiendo al consumismo), mientras que el
director de fotografía, Emmanuel
Lubezki, insinúa la idea de un final
y un comienzo rodando casi todas las secuencias
con luz natural, durante lo que parece ser
el ocaso o el amanecer.
Resulta
casi imposible que en el mundo mediático
y globalizado de hoy encontremos lugar para
la esperanza entre tanta violencia. No es
que Babel, la única
entre las tres películas que refleja
(o intenta) los tiempos actuales, esté
equivocada; el tema es que con su estructura
fragmentada, su tripping geográfico
y su condescendencia a priori, parece estar
hablando en nombre de otra "esperanza":
la de que seamos todos iguales. En contraposición,
las películas de Cuarón y
del Toro dan cabida a que los "diferentes"
puedan cohabitar en unos mundos de fantasía,
aquellos a un paso del "real".
Quizá sea por esto que ambos cineastas
busquen un final satisfactorio, pero la
interpretación ha de correr por cuenta
del espectador.
NOTA:
[1] Hay otros tres guionistas acreditados,
pero en una entrevista reciente Cuarón
insiste que el guión final es suyo
y de Sexton; el resto son nombres que el
gremio de guionistas obligó a colocar
debido a que se trabajó sobre una
base preexistente.
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