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Babel, El laberinto del fauno, y Niños del Hombre
TERCETO MEJICANO FANTÁSTICO

por Danilo S (febrero, 2007)





Parece haber cierta coincidencia ideológica entre Babel, El laberinto del fauno y Niños del Hombre. Las tres películas también comparten el hecho de que sus realizadores son de origen mejicano - Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, respectivamente- y el no haber filmado en su país de origen. O casi. No es asombroso que las tres estén ubicadas en el circuito comercial gracias al apoyo que reciben de las distribuidoras anglosajonas - Paramount Vantage, Warner Bros. y Universal, respectivamente-, ni que dicho apoyo se esté reflejando en las monstruosas campañas publicitarias ni en los similares galardones que han estado juntando (Globos de Oro, Goyas) o juntarán -siete, seis y tres nominaciones para el Oscar, respectivamente. Quizá esto último explique algunas de las coincidencias.


Pero dejando de lado los complicados mecanismos de distribución, lo interesante es constatar las similitudes temáticas y los enfoques detrás de las ideas, en especial en su intento por examinar las particularidades del comportamiento humano frente a situaciones límites (la incomunicación, la guerra, la extinción de la raza humana), haciendo hincapié en una de sus ramificaciones más directas, dígase la violencia como pandemia social. Aún más interesante parece ser que las dos películas que viajan en el tiempo, ya sea hacia el pasado (El laberinto...) o hacia un futuro no muy lejano (Niños...), tienen más que decir sobre el violento mundo que habitamos (o el que creemos habitar) que el largometraje que opta por una geografía definidamente contemporánea (Babel).






El laberinto del fauno





Creo que el mérito de una película como El laberinto del fauno ha de hallarse en la capacidad de ceñirse a su tema por medio de una forma definida -una cualidad que no pude ver en Babel. El director Guillermo del Toro centra su relato en la España franquista de 1944 (rodó en España) junto a Ofelia (Ivana Banquero), una niña que viaja a los bosques norteños con su madre embarazada (Ariadna Gil) a encontrase con su padrastro (Sergi López), un militar en pos de eliminar la menguante resistencia de guerrilleros en la zona. Con una premisa que separa el mundo terrenal de un reino de hadas, aquel que la niña construye en su imaginación, del Toro narra su fantasía para arribar a su realidad, a su film. Las referencias formales más claras son los cuentos infantiles (desde Dickens hasta Anderson, pasando por Carroll y los hermanos Grimm, o fábulas cinematográficas como El mago de Oz), pero hay una intención de reformular la idea principal del laberinto como un callejón cerrado, aquella que refiere a la confusión y al caos como gestoras de la violencia Humana, hasta clarificar su noción de tránsito: la idea del crecimiento de Ofelia (y de todos nosotros) al tomar las decisiones correctas. Es aquí cuando la diferencia entre fantasía y realidad, entre exterior e interior se desvanece, para dejar paso a la noción de igualdad: un mundo que es lo suficientemente complejo para desdoblarse en dos.

El laberinto... resulta una historia sencilla en su lectura de dichos mundos, aún cuando parte del logro radique en el impacto dramático del conjunto. Por más religiosa que haya sido la infancia del cineasta en Méjico, aquí se revela como un agnóstico en el tratamiento místico del drama. La Biblia puede ser un cuento de hadas, y este cuento nos habla de caras talladas en piedra, de hadas disfrazadas como mantis, de un extraño guardián con ojos en las manos y de un sapo gigante. De hecho, cualquier interpretación de la figura del fauno (Doug Jones), un hipnótico ser que tiene más de la personificación que hace Matthew Barney en su ciclo Creamaster que el fauno en la primer entrega de Narnia (The Chronicles of Narnia: the Lion, the Witch and the Wardrobe. Dir: Andrew Adamson, 2005), ha de leerse en su versión más pagana y no como insinuación de la fusión entre la iglesia española y el franquismo. En cambio sí se puede observar la otra mitología que el propio director ha logrado descubrir en incursiones anteriores: los vampiros de Cronos (1993) y de Blade II (2002), las cucarachas gigantes de Mimic (1997), la criatura infernal llamada Hellboy (2004), o el fantasma en El espinazo del diablo (2001), la historia más cercana en tema a El laberinto.... Especimenes y deidades que se entroncan con algo más popular (cultura pop, si se quiere) del cine, un acercamiento dramático al entretenimiento de masas que se puede rastrear en George A. Romero, Roger Corman o James Whale, y que del Toro entrega en su película con rigor y mesura.




Babel




En contraste, es una paradoja que Babel intente un acercamiento dramático al tópico de la incomunicación entre los seres humanos y su consecuente aislacionismo: la incongruencia surge al saber que estamos hablando de un film distribuido por Hollywood (aunque su producción haya sido financiada, en parte, por mejicanos), la fábrica de entretenimiento de masas de la nación más aislacionista sobre la faz de la Tierra. Ya el año anterior la incomunicación interracial como fase gestora de un comportamiento violento y racista era la entrelínea de la ganadora del premio Oscar como mejor película del año, Vidas Cruzadas (Crash, 2005). Babel no sólo intenta refrescar el tema con una visión más "satelital", sino que reutiliza la estructura episódica del film que dirigiera Paul Haggis, aquella que interconecta diversos relatos en el tiempo. Esto dista de ser una innovación ya que hay una enorme lista de dónde escoger (Ciudad de ángeles, Magnolia, Grand Canyon), sin contar con que el propio cineasta había hecho uso de dicho recurso narrativo en 21 gramos (2003) y Amores perros (2000). Babel calca dicha estructura, repite las coincidencias que desacomodaban a Vidas Cruzadas, y reduce a cuatro el número de historias que Haggis trataba de abarcar: la de una pareja de turistas norteamericanos (Brad Pitt, Cate Blanchett) en Marruecos, debatiéndose entre la vida y la muerte cuando la esposa es herida de bala; la de los dos muchachos marroquíes (Said Tarchani, Boubker Ait El Caid) portadores del rifle involucrado; la de los hijos de la pareja (Elle Fanning, Nathan Gamble), quienes viajan a Méjico junto a su niñera (Adriana Barraza); y la de una chica muda (Rinko Kikuchi) y su padre, indagado por la policía como legítimo dueño del rifle, viviendo en el Japón contemporáneo.

La metáfora religiosa de la torre multicultural cobra forma en la mezcla de rostros, paisajes y lenguas, en tanto que los recursos escénicos atraen: sonidos y música contextual, colores estridentes o lustrosos según la ocasión (la fotografía es de Rodrigo Prieto), varios primeros planos, cámara en mano y montaje frenético. Existe un nexo referencial en las noticias emitidas por televisión para amalgamar las historias, aparentemente inconexas, posicionando al espectador de este aluvión geográfico en su calidad de espectador. ¿Pero con qué objeto? Informarnos sobre lo complejo del mundo que habitamos, lo irracional de nuestro terror o comportamiento violento, lo aislados que nos encontramos de las personas que tenemos más cerca; decir algo sobre la brutalidad de las fuerzas policíacas (en Estados Unidos o en Marruecos), sobre la soledad (la chica muda) o la culpa (el hijo muerto, al igual que en 21 gramos); sobre lo diferentes que somos o lo mucho que nos parecemos. En realidad éste es el problema con Babel: hablar sobre la diversidad del mundo por medio del cine, el arte más universal del pasado siglo, es una incoherencia en sí misma. Quizás el cine no es todo lo diverso que debiera ser, o al menos no lo parece cuando la diferencia es delineada como una realidad de precisión tal, que termina pareciendo única, sin indeterminación; o cuando el producto demarcador es una película que se piensa exhibir en casi todos los países del mundo. Este no es el lenguaje de la diversidad, este es el lenguaje de una globalización predadora algo fantasiosa.

Y si ese es el caso, hay otras crónicas más eficaces: El mundo (Shijie, 2004) del director Jia Zhang-ke es un estudio sobre la globalización mucho más seductor que el film de Iñárritu porque omite la delimitación y sencillamente construye una fantasía, una mentira/verdad más actual que la propia realidad. (Sus personajes son más numerosos que los de Babel y trabajan en un parque estilo Disney World en que se exhiben reproducciones de atracciones turísticas de todo el mundo.)

Habiendo dicho esto, se deben puntuar ciertas atmósferas logradas, tal vez debido a que la extranjería y la "diversidad" del realizador y su guionista, Guillermo Arriaga (Los tres entierros de Melquíades Estrada, ambas colaboraciones posteriores con Iñárritu), no estaban siendo puestas a prueba. Así, el tramo que realmente funciona es el que transcurre en su país de origen, Méjico. Las secuencias del casamiento exudan autenticidad al capturar el colorido, la animación y la musicalidad del momento, en contraste al ojo foráneo y turístico de la visión de un Marruecos arenoso y un Tokio de neón. Tal vez este neón sea el que logre hipnotizar al espectador con la historia de soledad de la chica muda -en particular en la secuencia del club en que se prescinde del sonido alternativamente-, o quizá la aridez del desierto sea un comentario sobre las condiciones precarias de los campesinos marroquíes. Pero para ver eso no se necesita ir al cine; la televisión es más apropiada cuando se busca exhibicionismo.




Niños del Hombre






Alfonso Cuarón también hace uso de la televisión en su película Niños del Hombre. En una de las primeras secuencias vemos un bar de Londres atestado de espectadores (el luto es un equivalente sociocultural al entierro de la princesa Diana) asistiendo a la transmisión de la muerte de la persona más joven sobre la Tierra: un muchacho de aproximadamente 18 años. La infertilidad de la especie humana en el año 2027 y su consecuente extinción quedan establecidas sin preámbulos: esto es el final del mundo como lo conocemos y, pero aún, esto es un espectáculo digno de nuestra atención.

Desde luego que el único espectáculo aquí es la película en sí misma y su visión apocalíptica del futuro, pero es en la raíz de esa visión en que se encuentra la verdad de lo que conocemos como Tierra. Es más, Cuarón no parece estar proponiendo la imagen de un futuro lejano con la matriz de películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o Brazil (Terry Gilliam, 1985): él está diciendo que ya estamos dentro. Los elementos referenciales son demasiado conocidos para ser ignorados y, desde que funcionan como parámetros culturales y no como accesorios decorativos de un tiempo inexistente, trabajan en la idea de sorprendernos; o mejor dicho, si nos sorprenden es porque sentimos su cercanía. Vallas que separan a la población en ghettos y persecución de inmigrantes (¿Estados Unidos acaso?), manifestaciones protestantes (grupos ambientalistas), desechos contaminantes en cauces de agua (que el espectador elija), animales muertos en el medio del campo (gripe aviar), drogas legalizadas para suicidarse (tabaco, alcohol), explosiones en medio de la ciudad, violencia y abuso policial, racismo, exclusión social, dictadura o democracia (que el espectador elija). El hecho de que Inglaterra sea (en parte) un paraíso dentro de un mundo infectado por desigualdades sociales sólo sirve para recalcar que varias de estas atrocidades son escalofriantes y, peor aún, históricamente imperecederas. Así, en el final, sentí que se me había contado una fantasía: una posibilidad palpable dentro de una irrealidad existente. Esta es la realidad. O al menos la reproducida por la televisión en nuestro mundo mediático de paranoia colectiva y falacias de gobiernos ineptos.

Para respaldar argumento tal, Cuarón y su guionista, Timothy J. Sexton [1], cuentan con varias ideas cinemáticas y narrativas. Entre las primeras se ubica un plagio esporádico al cine de ciencia-ficción. Pude ver en Theo (Clive Owen) al Harrison Ford de Blade Runner, con toda su desgana y tristeza corporal, pero eliminado la condescendencia que Scott le tenía a su héroe de policial noir. Sospecho que esto sucede porque Cuarón no está interesado en tener a un héroe ya que la dimensión de su film recae en el colectivo social, una narración con impronta colectiva. Lo que nos deja en el segundo referente que creo haber visto: el Jonathan Price de Brazil. Gilliam y su guionista Tom Stoppard idearon un antihéroe con ribetes de una pesadilla de Kafka: un habitante del alienante mundo de la burocracia. En algún lugar entre medio de estos dos ejemplos de cinematografía fantástica Owen interpreta a un ex rebelde burocratizado, uno que contrasta con el optimismo o la decadencia de algunos de los personajes secundarios, ya sea el hippie exiliado en el campo (Michael Caine) al cuidado de una esposa casi muerta, o el coleccionista de arte (Danny Huston), metafóricamente resistiendo con el Guernica de Picasso en su comedor y encerrado en su torre de seguridad junto a un ser que vive en otra frecuencia.

La misión de salvar a Kees (Claire Hope Ashitey), la única mujer embarazada del planeta, es liderada por la ex esposa de Theo, Julian (Julianne Moore). Al igual que la pareja en Babel ellos también han perdido un hijo, y el cineasta los reúne a todos en la acción, evitando de lleno los primeros planos. Esta opción busca resaltar el ambiente en lugar de los personajes, redondeando la idea con tomas largas sin editar, al menos dos que yo recuerde.

La primera es cuando deciden ocultar a Kees en una granja para protegerla y, en el medio de la ruta, deben escapar de un grupo de rebeldes que atacan el vehículo. La cámara se encuentra en el interior de la camioneta y se mantiene en ese lugar, gira varias veces sobre sí misma, se mueve con furia pero sin cortar hasta que la acción termina. La segunda secuencia es cerca del final. Theo ha a rescatar a Kees entrando en un edificio que está siendo bombardeado. El virtuosismo del conjunto no yace en la credibilidad de la secuencia que, de alguna forma, parece abortada en su veracidad: en el comienzo pequeñas gotas de sangre impactan en la lente, lo que sirve para traer al espectador a la realidad. Esto es algo filmado y, por más virtuosismo, no es verdad. Cuarón nos coloca en el incómodo lugar de espectadores de nuestra propia naturaleza violenta, pero los casi siete minutos (creo) de secuencia brillan por la ironía del mensaje final.

Quizá hablar de "ideas narrativas" sea excesivo ya que hay una que trabaja mejor que todas: el ocultismo. Cuarón le oculta al espectador el origen de la infertilidad y la única posible solución conocida como "El Proyecto Humano". La metáfora de la extinción es una premisa y su salvación es el corolario, pero no se incluyen. Algunos pueden hablar de baches en la trama, otros de desinterés. Prefiero pensar en economía en contraposición a una exposición inabarcable de razones y motivos. Es una opción que dentro el cine mercantilizado de hoy puede ser vista como refinamiento pero que, en cualquier caso, facilita la participación del espectador sacándolo de su rol pasivo.




Varios críticos estadounidenses han puntuado una similitud de anécdota entre El laberinto... y El espíritu de la colmena de Víctor Erice, sobre todo en el acercamiento de la historia a través de una mirada infantil, pero el cine español ha tratado numerosas veces el tema del franquismo desde esta misma óptica como para ceñirse a una sola cita cinematográfica. Yo pude ver en el juego de violencia sicológica entre la inocencia de Ofelia y la figura paterna dominante (el gesto con que López recibe a las mujeres a su llegada explica esto perfectamente) trazos de Cría cuervos (1975). Sin embargo, del Toro difiere en la articulación de Carlos Saura en donde la tragedia es acompasada con el drama; en El laberinto..., así como sucedía en El espinazo..., la tragedia de la inocencia perdida se mantiene latente y no se desenvuelve hasta la culminación misma del drama -sino todas las tragedias (la del rebelde capturado, la de la madre), al menos la de la protagonista.

Una cualidad que comparte del Toro con Cuarón (además de su nacionalidad y de que el segundo es productor del primero) es la preferencia por trabajar a través de una mirada inocente -bajo su lente, hasta Hellboy terminaba pareciendo un niño huérfano e indefenso. He visto hasta la fecha sólo cuatro largometrajes dirigidos por Cuarón: La princesita (A Little Princess, 1995), Grandes esperanzas (Great Expectations, 1998), Y tu mamá también (2001) y Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004). Si bien todas tratan, en mayor o menor grado, el tema de la inocencia, el acercamiento a cada una parece disímil a lo expuesto en Niños.... En cualquier caso estaríamos hablando, al igual que con del Toro, de la versatilidad de un artesano. Pero sí hay ciertos detalles a tener en cuenta.

En el primer y en el cuarto ejemplo, hay un héroe bien definido dentro de un contexto social mayor que, coincidentemente, en ambos casos es un colegio. También existen similitudes al difuminar el límite entre la realidad y la fantasía. La diferencia yace en que La princesita crea un mundo de ilusión como escape de la realidad (un estupendo trabajo de dirección de arte de Bo Welch), mientras que en Potter el mundo de realidad cohabita con la fantasía. En Niños... la figura del héroe funciona como una directriz en la anécdota, mientras la fantasía se extingue bajo la proximidad del entorno contemporáneo.

Del segundo y tercer ejemplo puedo sacar mucho menos en limpio, excepto que luego de pensarlo hay cierta similitud en un enfoque desinhibidamente sexual, tanto de los dos protagonistas (Ewan McGregor y Gwyneth Paltrow) del clásico de Dickens como del trío en la road movie Y tu mamá también. La única alusión sexual en todo Niños..., aquella con trazas místicas (la Virgen), es la que circunda en derredor del personaje de Kees y su embarazo. De hecho hay un ejemplo específico. Al descubrir el embarazo por vez primera en un granero, Cuarón dispone un encuadre de su protagonista delicadamente extrapolado de una pintura renacentista de Leonardo o Rafael: una Madonna tra le mucche.

Por convencional que suene dicha imagen, éste es el elemento esencial: la idea que aporta Cuarón al descubrir pequeños detalles de belleza y esperanza en un mundo cerca del fin. No estoy seguro con qué parte del libro de P.D. James el film se queda, pero en el contexto de un Reino Unido casi fascista (más que en la película de del Toro) repleto de refugiados ilegales, la historia se desenvuelve hacia la esperanza. Este optimismo puede ser una convención, pero el director y su equipo tienen espacio para lograrlo. El departamento de arte (Jim Clay, Geoffrey Kirkland) se aleja de esa visión demasiado futurista de Blade Runner, proponiendo estructuras decadentes pero conocidas, y detalles mínimos de avance tecnológico (casi todos aludiendo al consumismo), mientras que el director de fotografía, Emmanuel Lubezki, insinúa la idea de un final y un comienzo rodando casi todas las secuencias con luz natural, durante lo que parece ser el ocaso o el amanecer.

Resulta casi imposible que en el mundo mediático y globalizado de hoy encontremos lugar para la esperanza entre tanta violencia. No es que Babel, la única entre las tres películas que refleja (o intenta) los tiempos actuales, esté equivocada; el tema es que con su estructura fragmentada, su tripping geográfico y su condescendencia a priori, parece estar hablando en nombre de otra "esperanza": la de que seamos todos iguales. En contraposición, las películas de Cuarón y del Toro dan cabida a que los "diferentes" puedan cohabitar en unos mundos de fantasía, aquellos a un paso del "real". Quizá sea por esto que ambos cineastas busquen un final satisfactorio, pero la interpretación ha de correr por cuenta del espectador.




NOTA:

[1] Hay otros tres guionistas acreditados, pero en una entrevista reciente Cuarón insiste que el guión final es suyo y de Sexton; el resto son nombres que el gremio de guionistas obligó a colocar debido a que se trabajó sobre una base preexistente.

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