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ALLÁ DEL TERROR

Horace Walpole
El análisis del género plantea de
inmediato una cuestión clave: ¿por
qué atrae si provoca sentimientos negativos
de temor y angustia? El intento de contestar la
pregunta remite a sus obras representativas.
La novela gótica nace en 1764 con El
castillo de Otranto, de Horace Walpole,
y junto con ella lo terrorífico. Por supuesto
que se pueden rastrear antecedentes en los dramas
isabelinos y en la tragedia griega, pero el gótico
hacía del miedo su motivación principal.
Por sus páginas comienzan a circular algunos
clichés como fantasmas, castillos embrujados,
pasiones prohibidas y la clásica inocente
perseguida por un malvado.
No obstante, el lector contemporáneo no
encontrará atisbos de pánico en
El castillo de Otranto, y considerará
la novela como literatura fantástica o
-siguiendo a Todorov- maravillosa, ya que narra
sucesos sobrenaturales.
De la misma forma responderá ante Frankenstein
(1818), de Mary W. Shelley, novela sobre un científico
que crea vida artificial. Hallará implicancias
metafísicas, relacionará el argumento
con los intentos que se practicaban en Francia
para fabricar autómatas, o simplemente
apreciará su sentido pionero de la ciencia
ficción. Pero no sentirá miedo.
Tampoco lo sufrirá leyendo Edgar Allan
Poe. Por ejemplo, en el cuento "El barril
de amontillado" (1846), donde un individuo
es sepultado vivo, sentirá opresión
y admirará esa estupenda y moderna construcción
que encadena todos los elementos narrativos hacia
la obtención del efecto final.
Esta ausencia de terror se torna patética
en un escritor más actual como Lovecraft.
Precisamente, en su tratado sobre el tema (Supernatural
Horror in Literature, 1945), minimiza
las intenciones del autor y los mecanismos del
relato, y expone que una obra sólo puede
adscribirse al género si causa miedo al
lector. Sin embargo, su cuento "En la noche
los tiempos" (1934; un prodigio de elaboración
y cincelado), vale como cosmogonía, como
exuberante visión del universo y de su
historia, pero el susto sólo queda reducido
a la constante adjetivación de descripciones
que ya no impresionan: "En mi despertaron
sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron
precipicios y vacíos poblados de horrores
flotantes, abismos que conducían a simas
insondables, a océanos tenebrosos".
A esta altura, se puede afirmar que la capacidad
de producir espanto depende de la peculiar sensibilidad
de la época, y que con el paso del tiempo
esta literatura tiende a convertirse en fantástica
o de misterio.

Mary Shelley
Resulta indudable que hoy el baluarte del miedo
está en el cine, como si el género
se hubiera gestado para canalizarse a través
de la pantalla. Frankenstein
debe su fama y su carácter de mito a la
versión cinematográfica de James
Whale de 1931, en la cual fueron fundamentales
la interpretación de Boris Karloff en el
papel de monstruo y el maquillaje que estuvo a
cargo de Jack Pierce para su célebre máscara.
El cine contemporáneo asusta sin reparar
en escrúpulos y recurre a un arsenal de
efectos espeluznantes: mutilaciones, baños
de sangre, cuchillos que perforan cuerpos, cabezas
degolladas, monstruos horripilantes. Mario Bava
y Dario Argento ocupan un sitial en este tipo
de películas cuya mayoría se ubica
en el llamado subgénero giallo
(amarillo, en italiano), que debió su nombre
a la circunstancia de que sus guiones se basaban
en una colección de novelas con tapas de
ese color. Pululaban los psicópatas enmascarados
y -en el caso de Argento- se producía un
suspenso dado que la identidad del criminal se
escondía en el inconsciente del protagonista.
Entre los títulos más representativos
de Bava se cuentan La máscara del
demonio (1960) y Seis mujeres
para el asesino (1964); entre los de
Argento, El pájaro de las plumas
de cristal (1970), El gato de
las nueve colas (1971) y Cuatro
moscas sobre terciopelo gris (1972).
El arranque de esta despiadada agresión,
de esta "pornografía de la muerte
o la violencia", como la llamó
Elvio E. Gandolfo, tuvo su origen en las historietas.
En EE.UU. durante la década del cincuenta,
William M. Gaines tomó a su cargo la Educational
Comics para transformarla en Entertaining Comics
y lanzar al mercado tres comics books
que ocupan una posición de privilegio en
la historia de la cultura popular: Tales
from the Crypt, The Vault of
Horror y The Haunt of Fear.
Denis Wepman comentaba en la década del
ochenta que si a un norteamericano de más
de cuarenta años se le mencionaba la E.C.,
"lo más probable es que nos conteste
´cuchillo de carnicero´ o ´cadáver
destripado´o ´vampiro´.
V-Vampires (1953), de Harvey
Kurtzman (guión) y Wallace Wood (dibujo),
parodia la E.C. relatando como un tal Renfrew
descubre que su novia Godiva es un vampiro que
quiere morderlo. Rendrew escapa para luego regresar
al mausoleo donde vive Godiva y matarla junto
con su familia. Los últimos cuadros traen
la sorpresa de que Rendrew era un hombre-lobo.
El gran George
A. Romero se basó en estas historietas
para -con guión de Stephen King- realizar
Creepshow (1982), que contenía
varios episodios, y, en 1984, una serie televisiva,
Tales fror the Darkside.
En el cine una revolución principia con
El bebé de Rosemary (1968),
en la cual Roman Polanski se vale de la sugestión
de la imagen para narrar el nacimiento de un niño-demonio.
El director polaco se aprovecha de la "suspensión
de la incredulidad", propia del arte cinematográfico,
que privilegia los sentimientos en detrimento
de la razón, y utiliza, además,
la identificación que el espectador realiza
con los personajes proyectando sus anhelos personales.
Polanski obtuvo un filme altamente perturbador
y cargado de perversión.
Otro hito fue El exorcista (1973),
de W. Friedkin, que refiere la posesión
diabólica de una adolescente, e introduce
la sensación de asco como nervio motor
de la película.

Clive Barker
Una excelente muestra de esta orgía sensacionalista
se exhibe en el filme Érase una
vez en el terror (1984), antología
preparada por Andrew Kuehn con memorables escenas
terroríficas, entre las que se destaca
la explosión de las cabezas de varios personajes
en Scanners (1981), de David
Cronenberg.
De Barker, el autor de Books of Blood
(1985), traducidos como Sangre
(Martinez Roca) y Libros Sangrientos
(Sudamericana), Stephen King ha dicho: "Después
de leer a Clive Barker me sentí como Elvis
Presley debe haberse sentido al escuchar a los
Beatles por primera vez". Hellraiser
(1987) es un filme que Barker escribió
y dirigió. En él presenta un escalofriante
cóctel de vampirismo, ninfomanía
y sensaciones de asco, que surge de una misteriosa
cajita que convoca a los cenobitas, una especie
de demoníacos muertos-vivos que habitan
en otra dimensión y que junto a los más
altos placeres sensuales deparan los máximos
sufrimientos corporales. No quedan dudas de que
este panorama del espanto tiene bastante que ver
con el inconsciente. "Lo que me interesa
es la Cosa misma", ha declarado el autor.
"La Cosa está dentro de la humanidad
y es una expresión de las pasiones y deseos
profundamente sentidos pero prohibidos."
En su opinión estas criaturas no son tan
extrañas ni inhumanas. El mismo ha proclamado
"Piénselo: no hay peores monstruos
que las personas con quienes nos casamos, o con
quienes trabajamos, o que nos han engendrado".
En la boca del miedo (1994),
de John Carpenter, es un filme que ejemplifica
la literatura onírica -a estar con los
conceptos de Rafael Llopis- representada por Los
mitos de Cthulhu. Estos fueron creados por un
grupo de escritores (Clark Ashton Smith, August
Derleth, Robert E. Howard, E. Hoffman Price, Frank
Belknap Long, Henry Kuttner y Robert Bloch), que
se nuclearon en torno de Howard Phillips Lovecraft,
que retomó la renovación del género
iniciada por Arthur Machen. En sus variadas manifestaciones,
estilos y visiones particulares de los miembros
del "Círculo de Lovecraft", los
mitos exponen una amplísima historia del
cosmos desde tiempos remotísimos hasta
el futuro más lejano. En ella tienen cabida
una multitud de dioses monstruosos -indudable
evocación de los arquetipos del inconsciente
colectivo de Jung-, como especulaciones de la
ciencia ficción. Avala esta crónica
ambiciosa un repertorio bibliográfico de
jerarquía -en su mayor parte apócrifo-
del cual se destaca el famoso Necronomicon
(aprox. 738 d.C.), de Abdul Alhazred.
Una simple mirada a las circunstancias histórica
del género permite comprobar que ese auge
va acompañado de fuertes convulsiones sociales.
Nuestra contemporaneidad está saturada
de tremendos cambios y transformaciones, y la
peripecia de la E. C. transcurrió en plena
persecución macartista. En el prólogo
de 1976 de esa gesta macabra que fue El
monje (1796), de Matthew G. Lewis, el
crítico Jaime Rest apunta que "el
empuje ´demoníaco´ pasó
a convertirse en un principio germinador cuya
meta apuntaba a quebrar la inercia de un orden
que había perdido actualidad".
Y Mario Praz, en el ensayo introductoria de 1981
a El castillo de Otranto, propone
a estas modas terroríficas "como
ejemplos típicos del aderezo extravagante
que suele acompañar o suceder a las épocas
de grandes revoluciones sociales".
Sigmund Freud trató de captar la esencia
del terror en su opúsculo Das Unhermliche
(1919), traducido con el título de Lo
ominoso y también Lo siniestro.
El trabajo del médico vienés parte
de "El hombre de la arena" (1817), de
E.T.A. Hoffmann, cuento que narra el proceso de
locura que lleva al estudiante universitario Nataniel
al suicidio. Los problemas del desdichado protagonista
se inician cuando de pequeño asocia a un
abogado amigo de su padre con el cruel hombre
de la arena "que a va a buscar a los niños
cuando no quieren acostarse y les echa arena a
los ojos hasta hacerlos llorar sangre". El
padre muere en un misterioso accidente que ocurre
en su gabinete de trabajo estando presente el
abogado, episodio que Nataniel jamás pudo
superar ya que siempre lo acosó el horror
de que le arrancaran los ojos. Freud postula que
"el estudio de los sueños, de
la fantasía y mitos nos ha enseñado
que la angustia por los ojos, la angustia de quedar
ciego, es con harta frecuencia un sustituto de
la angustia ante la castración".
En suma, Nataniel sufría de un complejo
de castración.
Freud prosigue su análisis estableciendo
una especie de código, o si se quiere de
equivalencias entre ciertos miedos y las manifestaciones
de la libido: "lo ominoso es aquella
variedad de lo terrorífico que se remonta
a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde
hace largo tiempo", y que fue enajenado
por el proceso de represión. Por eso, el
escalofriante pavor de ser enterrado vivo, nos
es más que la transformación de
la placentera fantasía de "vivir
en el seno materno". En un estudio anterior,
Tres ensayos de teoría sexual (1905),
explica que el origen de que los niños
se asusten ante la oscuridad se debe a que ésta
le impide ver a la persona querida, y entonces
su libido se trueca en temor.

George Romero
En Las raíces del miedo (1979),
Roman Gubern aporta jugosísimas reflexiones,
entre las que sobresale la enumeración
de los cuatro ejes míticos del género.
El primero es el anhelado descanso después
de la muerte. Los clásicos muertos-vivos
no han alcanzado una muerte real como castigo
de un pecado grave, y llevan su penosa segunda
vida hasta que una muerte auténtica les
posibilite obtener la paz perpetua. A esta variedad
de la necrofilia pertenecen el zombi, la momia
y el vampiro. El citado cineasta George A. Romero
es considerado el creador de un modelo de zombi
de alta repercusión en el público,
porque a su violento canibalismo agregaba el hecho
ser creado a través de la ciencia, a la
vez que criticaba el consumismo y la alienación
provocada por los medios de comunicación.
Entre su filmografía pueden citarse La
noche de los muertos vivientes (1968),
El amanecer de los muertos (1978),
El día de los muertos
(1985) y Diary of the Dead (2007).
El segundo eje está signado por la tiranía,
por ese poder de sometimiento que poseen los sabios
locos y los monstruos, y que tanto angustian al
público.
El tercero se refiere al horror que implica la
eventual pérdida de la identidad. El asunto
tiene su punto de partida literario en El
extraño caso del doctor Jekyll y mister
Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson,
que propone que en el individuo coexisten dos
personalidades antinómicas, y en la que
está basado el clásico filme El
hombre y la bestia (1941), de Victor
Fleming. Esta premisa recorre el género
bajo las más diferentes facetas (Frankenstein,
el hombre-lobo, el vampiro), y ha sido estudiada
en Der Doppelgänger (1914,
"El doble"), de Otto Rank, y expuesta
magistralmente en la novela El estudiante
de Praga (1912), de Hans Heinz Ewers,
de la cual los fanáticos de los cine clubes
evocarán las viejas versiones cinematográficas
de Stellan Rye/ Paul Wegener (1913) y de Henrik
Galeen (1926). Nuevos tratamientos del tema se
pueden apreciar en la maravillosa película
La doble vida de Verónica
(1991), de Krzyztof Kieslowski, y en el episodio
"William Wilson", basado en el cuento
de Poe y dirigido por Louis Malle, de Historias
extraordinarias (1968). En síntesis,
dicha duplicidad señala tanto la existencia
de un ser extraño y perverso en el interior
de todo ser humano, como la amenaza mortal que
significa la presencia del doble.
Por último, Gubern se ocupa de la monstruosidad,
que en su recoveco más hondo alude a la
aprensión que experimenta el hombre frente
al animal salvaje, pues entre ambos siempre se
establece una violenta lucha de dominación
y muerte. Un verdadero hallazgo es su comentario
sobre la doble -y antitética- identificación
que se opera en el público: desea que la
víctima escape de las garras del monstruo,
pero a la vez anhela el triunfo de este último
como una manera de liberar la agresividad acumulada
en la ardua lucha cotidiana.
También puede hacerse una interpretación
más directa que no excluya ni contradiga
las anteriores. A nuestro entender, el género
refleja el temor primordial del hombre, el de
su propia e inevitable muerte. En El vampiro
estelar (1935), Robert Bloch vuelca este
tema básico de la aventura humana: "Deseaba
vivamente conocer los terrores de la tumba: el
roce de las larvas en mi lengua, la fría
caricia de una mortaja podrida sobre mi cuerpo".

Stephen King
Conectada con ese pavor está la certidumbre
de la inseguridad de la existencia, sentimiento
que el hombre reprime para poder sobrevivir. Entonces
el género le suministra un alivio por la
posibilidad de conectarse con el peligro del mundo
como sujeto pasivo y en una instancia fabulatoria
en el cual el mal es vencido. Y siendo hoy en
día archiconocidas las calamidades que
azotan el planeta a través de los medios
de comunicación, se necesitan dosis más
elevada de truculencia. Por eso, el género
fluctúa desde lo horripilante a la pura
angustia. La pauta puede observarse en un escritor
como Stephen King, que oscila entre apelaciones
a impactos morbosos y aterradores como Carrie
(1974, llevada al cine por Brian De Palma en 1976)
y La hora del vampiro (1975;
Tobe Hooper fue el director del filme de 1979),
hasta cuentos de la tónica de "Apareció
Caín" (1968), "Zarabanda nupcial"
(1980) y "El camión del tío
Otto" (1983), o novelas del tipo de La
zona muerta (1979), que imponen el realismo
y la búsqueda del tono para registrar la
discriminación racial, el gangsterismo
y la violencia de la sociedad norteamericana (David
Cronenberg la adaptó al cine en 1983).
Una hábil propuesta de pasado irracional
-con brujas, vampiros y fantasmas- instalado en
una civilización contemporánea,
donde la tecnología y la eficiencia son
las superestrellas, lo aporta la exitosa escritora
Anne Rice (Entrevista con el vampiro,
1976 -Neil Jordan realizó una película
en 1994-; El último de los taltos,
1994).
El lector argentino podrá encontrar una
suerte de compendio de la literatura terrorífica
en El endemoniado señor Rossetti
(1977), de Juan-Jacobo Bajarlía. La novela
narra el extraño caso de un hombre retraído
que vive en Pergamino de los dividendos de sus
acciones, y sufre un nuevo tipo de neurosis, bautizada
con el nombre de paraanomalía: una actitud
no voluntaria para emitir ectoplasma, sustancia
que lo transfigura en lobo.
Bajarlía hace recorrer su ficción
por todos los vericuetos del miedo y los ilustra
con explicaciones sobre el significado de una
precisa terminología de fenómenos
sobrenaturales y parasicológicos (poltergeist,
xenoglosía, ziggurat, psi-gamma,
psi-kappa, etcétera). El autor
remarca el intenso componente erótico que
anida en el género: "Pero en todas
las camas crepitaban los cuerpos. El aire, las
miradas, todo era sexo".
El endemoniado señor Rossetti
envía al origen prestigioso de la leyenda
del hombre-lobo. Joan Prat, en la segunda parte
de Las raíces del miedo,
señala el mito clásico griego de
Lycaon, que, víctima del castigo de Zeus
o de Hera -según las versiones-, es convertido
en lobo. Tal la procedencia del término
licantropía, enfermedad mental por la cual
el paciente cree transformarse en lobo y que Freud
comentó en De la historia de una
neurosis infantil (1918).
Una frase que puede servir como corolario de esta
nota es la cita que de Marcel Schneider hace Tzvetan
Todorov en su Introducción a la
literatura fantástica: "Lo
fantástico explora el espacio de lo interior;
tiene mucho que ver con la imaginación,
la angustia de vivir y la esperanza de salvación".
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